por Gustavo Burgos (desde Chile), en colaboración con la revista Manifiesto Internacional
02.09.2021
El
levantamiento popular chileno de octubre del 19, se ha de incorporar al arsenal
político de los explotados sirviendo como una pieza programática fundamental
para comprender el desarrollo de la lucha de clases y la experiencia de la
clase trabajadora en el contexto internacional.
Como toda revolución protagonizada por los explotados, una de sus
primeras batallas políticas consiste en ser reconocida como tal y esta es la
primera de las tareas que hemos de abordar los marxistas revolucionarios.
Hasta
el día de hoy son múltiples los sectores políticos —de la burguesía liberal y
de la pequeñaburguesía— que califican a este proceso como un «despertar
ciudadano», transversal y de los «territorios» cuyo alcance fundamental es el
reclamo de mayor participación en las decisiones sociales y en el reparto de la
riqueza social generada por el modelo. Su triunfo principal: haber logrado
instalar una Convención Constitucional que redacte una Constitución democrática
y que es presidida por una mujer mapuche.
Es moneda corriente en estos análisis, como corolario, atribuirle al
levantamiento un sentido integrador de las identidades y minorías, o el
carácter motorizador de más amplios consensos sociales. No es necesario
explicitar, de entrada, que todo consenso es la imposición de la voluntad de
una minoría.
Todas
estas lindezas —que por clemencia denominaremos «posmodernas»— se presentan
como superadoras del ideario revolucionario, reducen a la clase obrera al
burocrático e impotente «mundo sindical» e invariablemente proponen como
respuesta a cualquier problema social su «visibilización», institucionalización
y la creación de algún estatuto jurídico. Es lo que llaman «la sociedad de
derechos».
En
un sentido práctico el posmodernismo propone como salida a la crisis social el
fortalecimiento institucional capitalista, en tanto las ideas deben ser
calificadas no por aquello que declaman, sino por aquello que materialmente
convocan a realizar. Por eso más allá de la parafernalia democrática y
progresista, el discurso identitario, de minorías y de consenso social, en la
práctica se revela como aristocrático, antidemocrático y patronal, del momento
que traducen toda su política en el mero accionar institucional y electoral.
La
pusilanimidad descrita sirve de base a la elevación de categoría programática,
el desarme político y organizativo de los trabajadores. En efecto, todo el
discurso contra los partidos, las jerarquías y los programas políticos, propone
un modelo organizativo aparentemente horizontal, sin estructura operativa y sin
programa. Tal planteamiento — aunque resulte increíble y contra toda evidencia
histórica— es presentado como representativo de un nuevo modelo de
transformación social que se hace cargo de las «nuevas realidades» del mundo
contemporáneo.
Quiénes
así se expresan, retrocediendo 2500 años en el pensamiento político hasta la
caverna de Platón, pretenden demostrar que el simple enunciado de sus
postulados «construye realidad». Pero la lucha de clases, ese inclemente y
feroz topo del que nos hablaba Marx, pone a cada cual en el lugar que el
enfrentamiento social demanda. Así las cosas, el Frente Amplio, hace muy poco
el epítome de la renovación política, ha devenido de forma incuestionable en
uno de los pilares del régimen capitalista chileno, al punto que uno de sus
máximos dirigentes se empinará con la mayor de las certezas como el próximo
Presidente de la República. La Lista del Pueblo que hace 6 meses, se nos
presentara igualmente como la revelación del proceso constituyente incorporando
a los independientes y a los movimientos sociales con 27 representantes en la
Convención, ha naufragado de forma estrepitosa: perdió a sus convencionales y
muere fraccionada por querellas internas que poco tienen que ver con la
política.
Está
demostrado, las palabras no construyen realidad, sino que el accionar de las
clases en la historia y es precisamente el de la clase trabajadora chilena el
que a partir del levantamiento popular de ese ya lejano 18 de Octubre, que se
expresó como crisis revolucionaria, abrió espacio a un proceso político que
sigue en curso y cuyo contenido de clase la proyecta como revolución
socialista.
La
profundidad del Octubre chileno
Nos
hemos referido a la «lectura» que la pequeñaburguesía hace del proceso,
angustiada por el colosal enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado.
El destino de tales corrientes ya está signado por el proceso político,
reducido al plano electoral institucional, sin que merezca mayor interés por su
previsible evolución. Sin embargo, es necesario poner de relieve qué ocurrió en
tal levantamiento y de qué forma el mismo sigue vivo azuzando el conflicto
social.
Piñera
se impuso con cierta comodidad en las presidenciales del 2017 ante un opaco
candidato de la Nueva Mayoría, un ya olvidado —tuve que buscar en Google su nombre— Alejandro Guillier. La Derecha pinochetista calificó el triunfo con
adjetivos rimbombantes («aplastante», «histórico», etc.) precisamente porque
sabían que había sido un triunfo electoral pírrico que abría sombrías
proyecciones. Desde su instalación, la segunda presidencia de Piñera reveló su
precariedad y su falta de apoyo popular. La frustrada designación de su hermano
Pablo como embajador en Argentina, fue el primero de esos síntomas. Luego se
produjo la humillante, en la práctica destitución, del Ministro de Cultura Mauricio Rojas, un tránsfuga,
ultrarreaccionario y negacionista de las violaciones a los DDHH. Todo esto
ocurrió antes de los primeros seis meses de gobierno, un invierno que
terminaría con un pequeño levantamiento popular en la denominada «Zona de
Sacrificio» del complejo industrial Quintero-Puchuncaví y el sospechoso
asesinato del pescador y activista Alejandro
Castro, el «Macha», el 4 de octubre de 2018. La respuesta popular, que
mereció este crimen reeditó ya como protesta callejera la repulsa popular a
Piñera que hasta ese momento se había hecho sentir principalmente en las redes
sociales, haciendo desaparecer de escena por completo los intentos de la Nueva Mayoría (ex Concertación) de
rememorar los 30 años del triunfo del No en el Plebiscito de Pinochet.
Poco
más de un mes después —el 14 de noviembre del mismo año— el asesinato del
comunero mapuche Camilo Catrillanca,
fue la chispa que encendió el movimiento. Pasaron horas desde que el comunero
fuese asesinado por las FFEE de Carabineros en la lejana Temucuicui, para que
en Santiago la Plaza Baquedano se llenara de manifestantes bajo el verso de Raúl Zurita proyectado contra los
edificios: «Que su rostro cubra el
horizonte». Miles y miles de manifestantes salieron a ocupar plazas y
avenidas. Miles que demandaban justicia para el mapuche y castigo a los
policías asesinos, responsabilizando a Piñera y a su primo el Ministro de
Interior Chadwick, como autores de
este alevoso crimen político. Todos los intentos de justificar el asesinato de
Catrillanca —al que inicialmente se calificó como delincuente desde La Moneda—
terminaron en un completo fracaso, ocasionando el mayor descrédito de un
gobierno que a todas luces carecía de toda legitimidad.
Tres
días después, los portuarios de Valparaíso, tras más de treinta años de
inactividad huelguística, anunciaban la paralización del puerto no el más
grande, pero el de mayor tradición política del país. Los obreros portuarios se
movilizaban contra la precarización laboral y los despidos masivos perpetrados
desde las concesionarias portuarias de Luksic
y Von Appen. Luksic, el primero, el grupo económico más grande de Chile y uno de
los más importantes de América Latina, pactó rápidamente y logró sacarse el
conflicto de encima. Sin embargo, Von
Appen (TPS) endureció su posición y demandó de Piñera el apoyo político y
de la fuerza pública. Los trabajadores —una asamblea llamada Fuerza Portuaria que agrupaba poco más
de 400 portuarios—respondieron endureciendo las medidas y formando piquetes de
autodefensa que paralizaban el centro de la ciudad y enfrentaban en agotadoras
jornadas de lucha callejera a las FFEE antimotines.
Mientras
Piñera trataba de restarle relevancia al conflicto calificándolo como «privado»,
el propio Von Appen demandaba una intervención represiva que aplastara
físicamente el movimiento. Esta división en el frente patronal fue aprovechada
por los portuarios quienes comenzaron a acaparar la atención pública
despertando la solidaridad de otros sectores de trabajadores. La situación, por
su explosividad, tensionó a todo el arco político: Piñera que trataba de evitar
comprometerse en nuevas acciones represivas, herido como estaba por el caso
Catrillanca; la oposición, por su lado reducía su discurso a un impotente
llamado al diálogo. El en ese entonces debutante alcalde frenteamplista de
Valparaíso, Jorge Sharp, intentó
traducir la política opositora de diálogo, sin que tuviese ningún resultado. La
llamada «alcaldía ciudadana» hizo manifiesto su compromiso de clase con el
empresariado sumándose a la presión dirigida desde las cámaras empresariales
por el «desorden», el impacto en el comercio y la actividad turística en la
medida que se aproximaban las fiestas de fin de año.
El
conflicto terminó en un acuerdo tripartito, en el que Piñera comprometió bonos
y recursos en capacitación. Un triunfo parcial que no impidió que el grupo más
relevante de activistas de este conflicto pasara a engrosar las listas negras
de Von Appen, planteando por lo mismo otras tareas políticas al sector. La Unión Portuaria apoyó después de esperar
por semanas que el movimiento se ahogara en el aislamiento y la corrupta y
veterana burocracia sindical de Roberto Rojas fue desplazada por una de nuevo
cuño, encabezada por Pablo Klimpel
que ha encabezado un nuevo período de silencio sindical. Los portuarios
escribieron una página más en su historia de lucha, sin embargo, habían
protagonizado la primera huelga política después de iniciada la transición del
90, que no sólo enfrentó al gobierno, sino que barrió con la burocracia
sindical e instaló una asamblea permanente —la mentada Fuerza Portuaria— dando forma a los primeros grupos de autodefensa
del movimiento, una Primera Línea
nacida en el conflicto.
Este
conflicto, que hemos detallado en grandes líneas, rompe el delicado equilibro
en el que se sustentó el régimen de la transición post Pinochet. El elemento
determinante para este salto no fue la envergadura del conflicto, sino que su
radicalidad y la capacidad que tuvo para acaudillar un movimiento que enfrentó,
clase contra clase, al régimen en su conjunto. La asamblea de la «Fuerza Portuaria» fue una señal y una
lección para el conjunto de los trabajadores. Esto se vio nítidamente reflejado
durante el 2019 en el formidable paro docente, que por casi 60 días puso
nuevamente en las cuerdas a Piñera, un movimiento huelguístico en que las
asambleas de base, asambleas de trabajadores, fueron disputando el poder
político que la burocracia PC-Concertación tuvo de forma omnímoda durante casi
tres décadas sobre el gremio docente.
Este
marco general de agudización de los antagonismos de clase, sentó las bases para
el estallido revolucionario. De un lado un gobierno débil y de discurso
versallesco, caracterizado por la continua autoproclamación como el mejor
gobierno de la historia, con un presidente con aspiraciones de líder mundial y
un discurso oligárquico delirante, colisionó frontalmente con un amplio
espectro de conflictividad social, con un creciente agotamiento de las
ilusiones democráticas y una tendencia a la acción directa. Por eso el simple
salto de los torniquetes de los secundarios —precedido por declaraciones
provocadoras de los ministros del gobierno y la ocupación policial de la
columna vertebral del transporte público del Metro— actuó como detonante para
un levantamiento popular sin precedentes en nuestra historia. De forma casi
muda y sin dirección política formal, millones de trabajadores ser volcaron
furiosos a las calles en todas las ciudades del país.
Sólo
en Santiago fueron incendiadas 20 estaciones de Metro y atacadas severamente
otras sesenta más. Los edificios corporativos de los bancos, multinacionales,
concesionarias, portales de autopistas, fueron saqueados e incendiados.
Vehículos nuevos fueron usados como barricadas y sus locales comerciales del
gran comercio de los Mall fueron saqueados, haciendo ver las escenas iniciales
de Robocop como una torpe e infantil parodia. Los muchachos alimentaban las
barricadas con ropa nueva, con televisores y refrigeradores. Los supermercados
fueron igualmente saqueados por turbas no sólo empujadas por el hambre, sino
que también en un acto de justicia social. «Ahora nos toca a nosotros»
murmuraban mientras salían con carros de los enormes supermercados de las
grandes cadenas. Ritualmente, al menos la primera semana los locales eran
saqueados y luego incendiados. La fuerza represiva devino en absolutamente
incapaz para enfrentar tamaña insurrección.
Piñera,
que mientras se iniciaron las manifestaciones fue fotografiado celebrando un
cumpleaños en una elegante pizzería del barrio alto de Santiago, instruyó a sus
ministros para que salieran a reparar junto a la fuerza pública los destrozos y
colaboraran en el aseo de la ciudad. No tuvo tiempo de farsa alguna. El mismo
19 de octubre, rodeado de los altos oficiales del Ejército anunció la
declaración del Estado de Excepción Constitucional, toque de queda en todo el
territorio nacional y la ocupación militar del país, una escena explícita de
autogolpe de la que abrió el campo para la masiva y sistemática violación de
los DDHH. Por orden de Piñera fueron asesinados más de 40 compañeros en un
espacio de dos meses, más de 400 fueron mutilados ocularmente, miles de
detenidos fueron a abarrotar los cuarteles policiales donde fueron abusados por
Carabineros. Decenas y centenares de miles fueron metódicamente apaleados y
gaseados por el aparato represivo del Estado capitalista.
Cada
uno de estos atentados, como suele ocurrir en los estallidos revolucionarios,
lejos de atemorizar a la población, actuaban como convocatoria a nuevos y más
amplios sectores a la movilización. Piquetes de autodefensa, formados por
trabajadores jóvenes se desplegaron contra la ofensiva militar del régimen,
piquetes expresivos del movimiento y bautizados como la Primera Línea de la
insurrección. En los barrios obreros reverdecieron las asambleas populares y
cabildos que daban espacio a la organización y a la discusión política. Los
trabajadores encontraban en estas formas de organización la trinchera que por
décadas la burocracia sindical le había negado en sus centros de trabajo.
Liberados del discurso derrotista e institucional de los partidos del régimen y
de la burocracia sindical, los trabajadores comprobaron en la práctica que era
posible acabar con el gobierno y echar abajo el régimen del hambre y la
explotación.
Tres
huelgas generales políticas 23 y 24 de octubre y 12 de noviembre terminaron por
tumbar a Piñera. El 28 de octubre Piñera se vio obligado a retirar los
militares de las calles, los que fueron derrotados por la movilización desde el
mismo momento que el General Iturriaga
—a cargo de la Región Metropolitana— dijera el 24 de octubre que él «era un
hombre feliz y que no estaba en guerra» contrariando el discurso incendiario de
Piñera, quién había declarado la guerra a los movilizados. Al día siguiente
cerca de tres millones de movilizados salieron a las calles y plazas de todo el
país, dando lugar a la llamada marcha más grande de la historia de Chile.
Los
hechos descritos, salvo para un obtuso escéptico o un pusilánime, no pueden
sino ser caracterizados como una revolución obrera. Un levantamiento de los
trabajadores en contra del régimen capitalista en toda su forma y que sólo pudo
ser contenido mediando el acuerdo expreso o tácito de todas las fuerzas políticas
del régimen, aquellas con representación parlamentaria. En efecto, mientras la
llamada Mesa de Unidad Social que
agrupaba a las principales organizaciones de trabajadores perdía el tiempo en
reuniones con los ministros de Piñera, proponiéndoles diálogo a quienes tenían
sus manos manchadas con la sangre del pueblo, los partidos silenciosamente
—desde la UDI hasta el Frente Amplio—
articularon las redes para imponer sobre el movimiento, el 15 de noviembre, el
Acuerdo por la Paz, un acuerdo contra el pueblo cuya primer y explícito sentido
fue legitimar la represión, desmovilizar y reencauzar el proceso hacia la vía
institucional. Que el único sujeto —el resto firmó representando a sus
partidos— que haya firmado personalmente ese acuerdo, Gabriel Boric, sea hoy
muy probablemente el próximo gobernante, revela la trascendencia de ese acto
político.
Una
Convención para frenar el proceso revolucionario y apuntalar al capitalismo
A
partir de ese Acuerdo, Piñera siguió
en La Moneda con la única finalidad de administrar el proceso, pero dejó
objetivamente de gobernar. A partir de ese 15 de noviembre el Gobierno pasó a
las manos de las fuerzas conjuntas de sus suscriptores, quienes pactaron el
proceso constitucional en curso, establecieron el régimen de acuerdos y se
comprometieron a preservar la institucionalidad amenazada por la revuelta. Hace
unos días, conversando con un viejo cuadro estalinista, éste me dijo sin ningún
tapujo que el Acuerdo había que suscribirlo «sí o sí», porque lo contrario «era
empujar al pueblo a un baño de sangre».
Hagamos
a un lado toda diplomacia y el característico hablar oblicuo que tenemos los
chilenos. Quienes suscribieron ese Acuerdo (UDI,
RN, Evópoli, DC, PS, Frente Amplio) y quienes se sometieron a él (PC y satélites), no lo hicieron para
impedir que el pueblo sea masacrado. Es más, buena parte de sus suscriptores
han sido propiciadores de cuánta masacre haya tenido lugar en nuestro país.
Porque esto no se trata de la moral barata con la que se llenan manifiestos por
la democracia y los DDHH, esto se trata de que con ese Acuerdo se pactó
defender el orden social cimentado en la gran propiedad privada de los medios
de producción, el capitalismo, contra cualquier acción revolucionaria. El fondo
del Acuerdo es un pacto contra toda revolución.
El
poeta romano Horacio —un hombre cuya
vida es un tributo a la resiliencia— dijo «parirán
los montes, nacerá un ridículo ratón», en referencia a quienes prometen la
grandeza en los textos y propician lo miserable en la realidad. La frase
pareciera haber sido pronunciada mientras se observa el proceso constituyente
chileno, que a la postre no es cualquier ejercicio jurídico, sino que una
proeza institucional de enormes arcos y guirnaldas, totalmente vacía de
contenido. Porque en esto se ha resuelto la promesa democrática de los
acuerdistas, en la continuidad de la miseria del gobierno del gran capital.
Ayudado
por la pandemia, el régimen logró empujar hacia abajo el movimiento de las
masas. La tragedia de la naturaleza, como en todo el mundo, ha servido al poder
para imponer disciplina social y Chile no fue la excepción. Contra los
razonamientos idealistas, la sola intensificación de las condiciones de miseria
—tal ha sido el efecto directo de la pandemia para los trabajadores— no resulta
ser garantía para el despliegue de acciones de resistencia. Al contario, el
desarrollo coetáneo de movimientos de masas importantes como el ecuatoriano y
el colombiano, carentes igualmente de toda dirección revolucionaria han
contribuido con su silente final a dar más cuerpo al proceso constituyente.
Buena parte del activismo ha sido arrastrado tras el ideario democrático
burgués, como decíamos al inicio de esta nota, tales concepciones han permitido
reinterpretar los hechos recientes de la lucha de clases y significarlos en
función de la escrituración de un texto constitucional. En lugar de una
revolución un papel escrito. Así están las cosas.
Uno
de los más representativos —no voy a utilizar la expresión «brillante»—
convencionales de la —dispensen la redundancia— Convención Constitucional, el abogado Fernando Atria, adquirió
notoriedad en el debate previo a la instalación de la Convención, en base a su
tesis de la «hoja en blanco». Esto
significaba que la Convención
Constitucional no tendría más límite en su accionar que sus acuerdos y que
la institucionalidad resultante de tal proceso se superpondría,
superadoramente, sobre la existente. Con esto se contestaba a la Derecha que
pretendía que la Convención actuara como una simple cámara de reformas del orden institucional. Contra esta idea Atria afirmaba que donde no hay acuerdo,
no hay norma. Por eso «hoja en blanco». Ahora instalado en la Convención su
convicción es otra y adquiere la forma de la defensa de la institucionalidad,
en la forma de la defensa de los 2/3 para generar normas constitucionales,
cuando aclara que «pretender que la
Convención puede cambiar unilateralmente esa regla no corresponde a lo que la
Convención puede hacer. Entrar en esa discusión es un riesgo para el proceso
constituyente». Dicho con claridad, el proceso constituyente es la
institucionalidad.
La
salida de la crisis está en manos de los trabajadores
¿Se
movilizaron millones, entregaron sus ojos y vida para esto? Por supuesto que
no. ¿Saltó por los aires el orden establecido para volver al estado inicial?
Tampoco. Transitamos por un recodo en el camino del proceso revolucionario
abierto, ante él la burguesía le ha opuesto sus esclusas institucionales, para
ganar tiempo, para dividir y reinar. Para recrear la ilusión de que su
democracia es el único orden posible, más allá de que otro resulte deseable,
pero imposible.
La
respuesta está en manos de la clase trabajadora, de los obreros, del
proletariado, de la inmensa mayoría social protagónica del levantamiento
revolucionario del Octubre chileno. Para articular tal respuesta resulta
imprescindible la construcción de un partido político, un Estado mayor de las
masas en lucha, una nueva dirección política que proclame abiertamente la
necesidad de acabar con el régimen capitalista, de expropiar al gran capital y
acabar con la propiedad privada de los medios de producción. Una dirección
política que a partir del conjunto de las reivindicaciones que se levantaron
desde las bases del estallido, se plantee acabar con la institucionalidad
patronal siguiendo el camino abierto en Octubre del 19, que es el camino que
han seguido todas las revoluciones obreras desde la Comuna de París en 1871.
Una dirección política que levante la bandera roja de los trabajadores que
significa que la lucha es sin cuartel, sin pactos, sin transiciones y cuyo
objetivo es acabar con el aparato militar capitalista expresión orgánica de la
explotación de clase. Una dirección que plantee abiertamente que la revolución
obrera no es solo la muerte del capital, sino que el establecimiento del
gobierno obrero, de los trabajadores, de los explotados, un gobierno sustentado
en los órganos de poder, asamblearios, de base y apoyado materialmente en el
armamento general de la población.
Compañeros,
los marxistas lo sabemos en todo el mundo, pero lo sabemos particularmente los
chilenos porque lo hemos vivido en carne propia: no hay vías pacíficas ni
institucionales para la «transformación» revolucionaria de la sociedad. La
derrota de la Unidad Popular es igualmente el fracaso de toda concepción
frentepopulista y de colaboración de clases. Porque como dramáticamente
advirtieran los Cordones Industriales en su Carta a Salvador Allende el 5 de septiembre de 1973, el
frentepopulismo es «responsable de llevar
al país, no a una guerra civil que ya está en pleno desarrollo, sino que a la
masacre fría, planificada de la clase obrera más consciente y organizada de
Latinoamérica, y que será responsabilidad histórica de este gobierno llevado al
poder y mantenido con tanto sacrificio por los trabajadores, campesinos,
pobladores, estudiantes, intelectuales, profesionales, la destrucción y
descabezamiento quizás porque plazo y a que costo sangriento de no sólo el
proceso revolucionario chileno sino también el de todos los pueblos
latinoamericano que están luchando por el socialismo».
Ha
sonado el clarín de la revolución obrera, que cada cual tome su lugar en la
trinchera de los trabajadores.